Aunque suelo renegar por los rincones y clamar en voz alta contra las navidades y la babilónica corrupción que representan, tengo que admitir aquí, públicamente, que en el fondo me gusta. Me gusta especialmente levantarme el día 25, en medio del primer gran envite navideño: entre la pantagruélica cena de Nochebuena y la comida de Navidad, ese gran ejercicio de comer no ya sin ganas, sino a desgana, sólo superado una semana después.
Esa mañana de Navidad es para mí bastante alegre. No tengo que trabajar, varias mujeres de la familia (y algún varón, ocasionalmente) se afanan en la cocina y en la casa ancestral del clan hay movimiento. Es un poco como estar en el ojo del huracán, esa pequeña calma que, dicen, se produce en plena tormenta perfecta, si estás en todo el medio.